La broma: Ernesto Zedillo
5 May 2025

La broma: Ernesto Zedillo

Opinión de Diego Latorre | El Heraldo de México |

En La broma (1967), Milan Kundera describe el modo en que los sistemas ideológicos, cuando alcanzan el poder absoluto, convierten lo íntimo en evidencia, el lenguaje en amenaza, y la política en un mecanismo de humillación.

En la figura del expresidente Ernesto Zedillo, hallamos ecos de esta obra: un sistema que devora a sus propios hijos, y un tecnócrata que encarna la última y más sofisticada traición al “proyecto” del que surgió. Zedillo no fue un ideólogo, sino un ejecutor.

Formado en Yale, su lógica no fue la de la justicia social. Llegó al poder por una “carambola política” arropado por un partido que, aunque descompuesto y violento, aún reivindicaba (eso decían) los valores de la Revolución. Su presidencia marca el punto en que el PRI dejó de fingir. Con él se descaró la política de la renuncia al nacionalismo, a la soberanía económica y a los compromisos históricos con los sectores populares.

La mayor “broma” no fue una frase en una postal, como en la novela, sino el Fobaproa: un dispositivo siniestro de rescate financiero, opaco y corrupto, que transformó la deuda privada de los bancos en deuda pública en beneficio de una élite. Bajo el mandato de Zedillo, las decisiones se presentaron como técnicas, pero fueron actos de desposesión masiva en contra de los que menos tenían. Como Ludvik, el protagonista de Kundera, el pueblo mexicano fue castigado por lo que no dijo, por lo que no pudo decidir.

El desencanto que Kundera narra, resuena hoy en una generación de mexicanos que vivimos la transición del autoritarismo priista a la democracia formal sin ver cambiar las estructuras de fondo. Zedillo no reformó al PRI: lo desfondó, lo vació de sentido y lo entregó, agonizante, al siglo XXI. Se celebró la alternancia como si fuera redención, cuando en realidad fue continuidad por otros medios.

En La broma, el poder que destruye a Ludvik ni siquiera lo odia. Lo olvida. No hay épica en la traición. Zedillo, con su frialdad tecnocrática, traicionó por convencimiento, creyendo que la historia debía terminar en la eficiencia y en los acuerdos con el FMI. Su legado es el de un traidor, el de un “líder” sin pueblo y sin relato. Zedillo ayudó a enterrar una ideología hueca de la “revolución institucionalizada”, pero no ofreció otra cosa más que gerencia y meritocracia. Y cuando la política se vacía de sentido, se llena de mercado. Su sexenio no es de justicia ni de igualdad, sino de corrupción, cinismo, impunidad y crímenes de odio como las masacres de Acteal y Aguas Blancas.

“El optimismo es el opio del pueblo”, escribe Ludvik en La broma, una ironía que lo condena. Tras el «Error de Diciembre», Zedillo desató una crisis que mezcló poder, ideología y azar, la cual resultó en el símbolo de su inmenso fracaso. La historia no lo absolverá.

Hoy Zedillo no es más que un pequeño exburócrata cínico y gris; y sus apariciones públicas, una broma.       Diego Latorre López @diegolgpn


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