Sopita de humildad
6 Jun 2024Opinión de Carlos Bravo Regidor / Expansión /
Qué difícil es encontrar una manera de resumir esta campaña que no sucumba a la autocomplacencia de las emociones finales, a la euforia de los que ganaron o al desasosiego de los que perdieron. Cuesta trabajo dar cuenta de lo que pasó sin validar las tentaciones políticas de incurrir en la arrogancia o caer en la negación.
Lo rotundo del resultado es muy simple y claro, pero justo por eso puede ser engañoso. Nada en el proceso que desembocó en este resultado fue tan claro ni simple, como tampoco lo pueden haber sido las motivaciones de un electorado tan grande y diverso como el mexicano, cuyo comportamiento dista mucho de caber en explicaciones rápidas, fáciles o, sobre todo, de historia únicas. Como escribió Chimamanda Ngozi Adichie, “la historia única crea estereotipos y el problema con los estereotipos no es que sean falsos, sino que son incompletos. Hacen que una historia se convierta en la historia única ”. Aplica para todos. Obradoristas, opositores, emecistas, apartidistas, anulistas, abstencionistas, incluso a quienes votaron cruzado. Aunque cada una de esas coaliciones vote igual o parecido, ninguna es homogénea, en todas hay pluralidad. La contundencia del resultado, sin embargo, impone. A la coalición oficialista, un poder prácticamente absoluto; a la alianza opositora, una irrelevancia casi total. Las cifras ya oficiales todavía no se conocen, seguramente habrá impugnaciones y litigios, tal vez haya ajustes menores o cambios importantes (sobre todo en el Congreso por el tema de la sobrerrepresentación), pero la tendencia de todos modos es incontrovertible: una gran mayoría rechazó a la oposición y refrendó al oficialismo. Se pueden debatir ampliamente las causas, no tanto las consecuencias. Lo que sigue no es solo otro gobierno, ahora sí será un nuevo régimen. Para algunos será el de la post-transición; para otros, el de la post-democracia. Un resultado que apunta a un cambio de época política no es fácil de digerir. Para quienes estaban seguros de que Xóchitl Gálvez iba a ganar porque la participación iba a ser “histórica”, por el “voto oculto”, por los “switchers”, en fin, por todos esos recursos de autoconvencimiento que hoy lucen como las cuentas alegres de personas tristes; también para quienes creían que el triunfo sería de Claudia Sheinbaum, no solo porque la magnitud de su margen de victoria y sus contingentes legislativos los tomaron igualmente por sorpresa, sino porque implican un cambio cualitativo en los escenarios de riesgo político y en los equilibrios internos de su coalición. Así sea por razones muy diferentes, en este momento el asombro es un denominador común.
Desde ese asombro, distinto pero compartido, el resultado les pone sobre la mesa a unos y a otros una sopita de humildad. Al PRI y al PAN, para aceptar la necesidad de ahora sí renovarse o acabar de desaparecer. Así de sencillo, así de grave: 2018 fue la primera llamada, 2024 es la segunda (y a esa parece que ya no la sobrevivió el PRD), 2030 puede ser la tercera y última. Y a Morena, porque capacidad de ganar las elecciones no es capacidad de transformar la realidad; vaya, ni siquiera es garantía de capacidad de reconocerla. Y por inmenso que sea el poder que haya ganado, al día siguiente la gobernanza criminal, las desapariciones, la corrupción, el colapso del sistema de salud, la debilidad institucional, lo estrecho del espacio fiscal o el disfuncional sistema de justicia, por poner apenas unos cuantos ejemplos, seguirán ahí. Aplastar a la oposición en las urnas no es aplastar los saldos negativos que deja el gobierno de López Obrador, es heredarlos enteritos. Las dimensiones del desafío que implicarán dichos saldos para el gobierno de Claudia Sheinbaum no admiten triunfalismo, más bien inspiran –bueno, deberían inspirar– mucha humildad.